Podrán decir lo que quieran, pero nada puede hacer sentir a un hombre más indefenso que estar con los pantalones bajos en un baño en penumbras.
Empecemos por dejar en claro que tener que ir a un baño que no tiene bidet es una situación que me deja en desventaja el resto del día, por más que use siete metros de papel higiénico. Además, para agriar más aun mis sensaciones y sentimientos, a pocos metros de distancia hay un hermoso baño compartimentado y con todos los sanitarios que DEBE tener un baño, incluyendo el bidet, pero no lo puedo usar porque es el baño ejecutivo, sólo apto para culos millonarios… a veces tengo ganas de hacer la gran George Constanza y renunciar sólo porque no puedo usar el baño ejecutivo, como él lo hace en este capítulo de la serie Seinfeld. Me quedo en el molde porque este mes aumenta el seguro del auto, pero voy a sumar el item “imposición del no-uso del baño con bidet” a mi larga lista de motivos para renunciar.
Hecha la aclaración, paso a comentar lo que me sucedió ayer, en vísperas del cierre de la jornada:
El baño obrero, destinado a las necesidades excretoras de los treinta y pico de hombres que trabajamos en el piso 12 de esta torre, cuenta con cuatro urinarios, dos pequeños “boxes” con sendos inodoros -los cuales suelen romperse/taparse entre dos y tres veces por semana- y ¡cuatro! lavabos. Ni una ventana. Los boxes de los baños tienen una puerta que no llega a diez centímetros del piso y de esta manera, si alguien se tirara cuerpo a tierra, lograría ver los zapatos de aquél que estuviera haciendo uso del inodoro sin que el otro se enterase, ya que es imposible ver hacia afuera del box: las rodillas del cagante siempre quedan pegadas a la puerta sin dejar la más mínima posibilidad de ver quién o qué está pasando más allá de ese espacio liliputense.
Luego de almorzar un suculento pollo al curry y algo nervioso por la ausencia de un compañero de trabajo al cual tuve que cubrir, no me quedó más remedio que eliminar un poco de peso. Cuando me dirigía hacia el baño obrero me paró Mario, un administrativo de ventas caracterizado por hacer bromas y tener siempre un excelente y envidiable buen humor. Me preguntó si iba a la oficina de la Gerenta Administrativa, única parada posible entre su escritorio y el baño…
- No, por?
- Por nada, olvidate…
- No, dale, decime.
- No, no, en serio, andá tranquilo.
Lo dejé atrás y rápidamente me metí en el único box que ese día reunía las tres condiciones básicas para su uso: tenía papel, funcionaba la mochila y estaba desocupado.
Apenas comencé con la cuestión, sentí que alguien entró al baño y no se dirigió ni a los urinarios, ni al box contiguo, ni a los lavabos. La persona abrió la puerta, dio dos pasos y no supe nada más. Si hizo algún otro movimiento no me enteré. Durante unos segundos me quedé inmóvil intentando percibir alguna señal de vida o muerte. Nada. “¿Se fue? ¿Se quedó? ¡Se…¡Se apagó la luz! ¿Por qué? ¿QUÉ PASÓ? ¿QUÉ..." Zozobré. Comprobé que me había olvidado el celular en el escritorio…estaba perdido. Cualquier cosa podría pasarme, que apareciera un fantasma, que saliera una mano de adentro del inodoro, que abrieran la puerta y entre varios me sacaran del baño así, con los lienzos por los tobillos y el culo sucio…“Serenate...serenate.”, me dije. Dejé pasar unos instantes respirando hondo (no fue nada agradable hacer eso en el baño), logré bajar las pulsaciones y tomé conciencia de que mi situación no era tan grave. Sólo tenía que terminar mi faena, desenrollar el papel, limpiarme lo mejor posible, apretar el botón de la mochila –que estaba a mano-, subirme el pantalón y listo, el interruptor ya estaría a mi alcance. Serían entre tres y cinco minutos. Procedí paso a paso sin tener la suerte de que alguien entrara al baño y me diera un respiro encendiendo la luz, pero de todos modos lo logré.
Asimilé los hechos: había sido víctima de una típica broma de oficina. El muy hijo de puta sólo vino para apagarme la luz y dejarme a oscuras, sin un micronésimo fotón, aprovechando la estupidez, falta de sentido común, necedad, sandez y todo calificativo afín de los imbéciles que construyeron el baño obrero, que no tuvieron mejor idea que poner la única llave de luz fuera del alcance del cagante, bien lejos del box.
Me quedaba un pequeño objetivo por cumplir: pasar lo más inadvertido posible por la zona de Mario y sus cómplices; no me cabía duda alguna de que había compartido su hazaña humorística con su séquito de amigos-víctimas ocasionales.
Estaban todos serios, pseudoconcentrados con la vista fija en el monitor de sus pc’s. Cuando estaba por salir de su radio de cobertura llegué a escuchar el pequeño escape de una carcajada aguantada pero no me di vuelta, no me hice cargo. Todos sabíamos lo que había pasado y en esos casos es mejor hacerse el desentendido, por lo menos hasta que la revancha tuviera su lugar y en ese caso, de ser necesario, invocar el acontecimiento sufrido para equiparar posiciones.
Para eso tendré que esperar unos días, pero voy a llevar adelante una hermosa venganza con la ayuda de Nadia. Será terrible y mucho más efectiva, porque a diferencia de Mario, yo voy a presenciarla y voy a disfrutar de su cara al verla consumada.
Empecemos por dejar en claro que tener que ir a un baño que no tiene bidet es una situación que me deja en desventaja el resto del día, por más que use siete metros de papel higiénico. Además, para agriar más aun mis sensaciones y sentimientos, a pocos metros de distancia hay un hermoso baño compartimentado y con todos los sanitarios que DEBE tener un baño, incluyendo el bidet, pero no lo puedo usar porque es el baño ejecutivo, sólo apto para culos millonarios… a veces tengo ganas de hacer la gran George Constanza y renunciar sólo porque no puedo usar el baño ejecutivo, como él lo hace en este capítulo de la serie Seinfeld. Me quedo en el molde porque este mes aumenta el seguro del auto, pero voy a sumar el item “imposición del no-uso del baño con bidet” a mi larga lista de motivos para renunciar.
Hecha la aclaración, paso a comentar lo que me sucedió ayer, en vísperas del cierre de la jornada:
El baño obrero, destinado a las necesidades excretoras de los treinta y pico de hombres que trabajamos en el piso 12 de esta torre, cuenta con cuatro urinarios, dos pequeños “boxes” con sendos inodoros -los cuales suelen romperse/taparse entre dos y tres veces por semana- y ¡cuatro! lavabos. Ni una ventana. Los boxes de los baños tienen una puerta que no llega a diez centímetros del piso y de esta manera, si alguien se tirara cuerpo a tierra, lograría ver los zapatos de aquél que estuviera haciendo uso del inodoro sin que el otro se enterase, ya que es imposible ver hacia afuera del box: las rodillas del cagante siempre quedan pegadas a la puerta sin dejar la más mínima posibilidad de ver quién o qué está pasando más allá de ese espacio liliputense.
Luego de almorzar un suculento pollo al curry y algo nervioso por la ausencia de un compañero de trabajo al cual tuve que cubrir, no me quedó más remedio que eliminar un poco de peso. Cuando me dirigía hacia el baño obrero me paró Mario, un administrativo de ventas caracterizado por hacer bromas y tener siempre un excelente y envidiable buen humor. Me preguntó si iba a la oficina de la Gerenta Administrativa, única parada posible entre su escritorio y el baño…
- No, por?
- Por nada, olvidate…
- No, dale, decime.
- No, no, en serio, andá tranquilo.
Lo dejé atrás y rápidamente me metí en el único box que ese día reunía las tres condiciones básicas para su uso: tenía papel, funcionaba la mochila y estaba desocupado.
Apenas comencé con la cuestión, sentí que alguien entró al baño y no se dirigió ni a los urinarios, ni al box contiguo, ni a los lavabos. La persona abrió la puerta, dio dos pasos y no supe nada más. Si hizo algún otro movimiento no me enteré. Durante unos segundos me quedé inmóvil intentando percibir alguna señal de vida o muerte. Nada. “¿Se fue? ¿Se quedó? ¡Se…¡Se apagó la luz! ¿Por qué? ¿QUÉ PASÓ? ¿QUÉ..." Zozobré. Comprobé que me había olvidado el celular en el escritorio…estaba perdido. Cualquier cosa podría pasarme, que apareciera un fantasma, que saliera una mano de adentro del inodoro, que abrieran la puerta y entre varios me sacaran del baño así, con los lienzos por los tobillos y el culo sucio…“Serenate...serenate.”, me dije. Dejé pasar unos instantes respirando hondo (no fue nada agradable hacer eso en el baño), logré bajar las pulsaciones y tomé conciencia de que mi situación no era tan grave. Sólo tenía que terminar mi faena, desenrollar el papel, limpiarme lo mejor posible, apretar el botón de la mochila –que estaba a mano-, subirme el pantalón y listo, el interruptor ya estaría a mi alcance. Serían entre tres y cinco minutos. Procedí paso a paso sin tener la suerte de que alguien entrara al baño y me diera un respiro encendiendo la luz, pero de todos modos lo logré.
Asimilé los hechos: había sido víctima de una típica broma de oficina. El muy hijo de puta sólo vino para apagarme la luz y dejarme a oscuras, sin un micronésimo fotón, aprovechando la estupidez, falta de sentido común, necedad, sandez y todo calificativo afín de los imbéciles que construyeron el baño obrero, que no tuvieron mejor idea que poner la única llave de luz fuera del alcance del cagante, bien lejos del box.
Me quedaba un pequeño objetivo por cumplir: pasar lo más inadvertido posible por la zona de Mario y sus cómplices; no me cabía duda alguna de que había compartido su hazaña humorística con su séquito de amigos-víctimas ocasionales.
Estaban todos serios, pseudoconcentrados con la vista fija en el monitor de sus pc’s. Cuando estaba por salir de su radio de cobertura llegué a escuchar el pequeño escape de una carcajada aguantada pero no me di vuelta, no me hice cargo. Todos sabíamos lo que había pasado y en esos casos es mejor hacerse el desentendido, por lo menos hasta que la revancha tuviera su lugar y en ese caso, de ser necesario, invocar el acontecimiento sufrido para equiparar posiciones.
Para eso tendré que esperar unos días, pero voy a llevar adelante una hermosa venganza con la ayuda de Nadia. Será terrible y mucho más efectiva, porque a diferencia de Mario, yo voy a presenciarla y voy a disfrutar de su cara al verla consumada.