Álvarez, El Pisamierda, tenía la desdicha de hacer lo que su poco elaborado apodo indicaba, por lo menos dos veces por semana. No entiendo muy bien cómo le pasaba, pero era una constante comprobable en el tiempo como el crecimiento poblacional de Mozambique. O una ley física.
Los días que la desgracia no ocurría era muy agradable verlo, siempre dejaba una estela de buena onda. Pero cuando pasaba, la estela era otra. Tardábamos unos segundos, a veces minutos, en darnos cuenta si ese día de camino al banco desde su Almagro natal había pisado caca de perro o no. A veces pisaba caca muy vieja y el olor era casi imperceptible, otras era inaguantable. Siempre intentaba limpiarse, pero ineludiblemente algo quedaba y parecía concentrar toda la hediondez de lo que había removido.
Cuando entré en confianza, cada vez que lo veía venir le preguntaba "¿Y, Álvarez? ¿Hoy pisamos o no pisamos?". En general, su respuesta venía acompañada de un gesto triste. "Hoy pisé". Cuando no, le dedicábamos algunas hurras y le preparábamos un café.
Recibió muchas opiniones. Le aconsejaron comprar zapatos con suela lisa, para que no se le metiera entre las diagonales, hecho por demás desafortunado porque cuesta mucho más sacarla. Pero argumentó que necesitaba ese tipo de suela porque con la lisa se resbalaba.
También le propusieron que tuviera un par de zapatos suplente (limpio) en la oficina para que, en caso de ocurrir lo inevitable, tuviera una segunda oportunidad en su día laboral. Y acá viene lo increíble de esta historia: cuando se cambiaba el par ensuciado, al salir a almorzar volvía a sufrir su karma. Le pasó varias veces, Muchas. Demasiadas. Con lo raro que es encontrar perros o sus deshechos en el microcentro...
Le recomedaron visitar a una desatanudos. Fue, pero al analizar su situación, la pitonisa se persignó y lamentó no poder ayudarlo. Su destino -dijo- estaba sellado y lo único que le quedaba por hacer era mirar constantemente hacia abajo para evitar el triste encuentro entre su zapato y la caca. Y rezar. Rezar todos los días.
Una mañana de junio del '97, cuando se dirigía al subte junto a su compañero Rodríguez, otro de los ordenanzas del banco, un Renault 18 gris lo agarró de lleno y terminó con su vida. Según nos contara su colega, Álvarez venía profundamente concentrado mirando la acera, el cordón de la vereda lo sorprendió y cuando quiso detenerse ya fue demasiado tarde, el auto pasó a alta velocidad el semáforo en amarillo y lo levantó a un metro y medio del piso. Dijo Rodríguez que al verlo yacente sobre la Avenida Medrano, pudo comprobar que las dos suelas de sus zapatos estaban impolutas, como nunca antes las había visto.