miércoles, 2 de junio de 2010

Sin lugar para los débiles

Corría el año 1994 y yo estaba comenzando mi carrera oficinística en una de las empresas líderes de viajes de egresados de colegio primario. La organización estaba manejada por dos socios muy diferentes entre sí. Uno vivía ahorcado financieramente producto de su inhabilidad administrativa y marital: tres matrimonios con hijos en cada uno de ellos y una joven y consumista tercera esposa lo tenían en jaque a pesar de su enorme capacidad para vender, y de la pujante situación de la empresa. El otro, Il Duce, el más capo de los dos, el dueño del 51%, vivía holgadamente gracias a su buena gerencia hogareña y a la fortuna heredada por su esposa, hija de un rico estanciero de la Provincia de Buenos Aires. Trabajé para ellos durante trece meses y de entrada fui advertido por mis compañeros. El ahorcado parece malhumorado pero es un tierno, siempre dice que sí. Il Duce, en cambio, siempre tiene una sonrisa para darle a sus empleados, pero detrás de esos dientes omnipresentes se esconde un ogro devorador de almas proletarias. No te perdona una. Eso me decían. Lo que nunca me dijeron fue que podía ser capaz de obrar de la manera más injusta, cruel, arbitraria y maquiavélica que fuera posible.

Esas características aparecieron en dos tandas, una de ellas tremenda (espero relatarla a la altura de las circunstancias) y la otra no tanto, aunque bien gozadora, que me tiene como coprotagonista.

1) El caso de María

María empezó a trabajar a la par mía y rápidamente nos encariñamos con ella. Formoseña, retacona y fornida, contrastaba su contextura con una dulzura de cuento infantil, su voz era suave y su forma de hablar era una invitación permanente al abrazo cariñoso. Siempre nos preparaba un café con leche, un té o un mate, a los dieciséis miembros fijos de la empresa. Cuando me tocaba ir a la oficina de mal humor (muy seguido en esa época) me traía un bon o bon para endulzarme la mañana. Y cómo lo lograba. Con ese carácter pichimahuidesco llegó a ser la más querida de todos, en unos pocos meses.

Una mañana llegó Víctor con cara de preocupado. Me contó que olvidó un sobre con la cobranza en efectivo del día anterior en un mueble, sin cerrarlo con llave. Cuando recontó el dinero faltaban trescientos pesos (el monto total del dinero multiplicaba por diez ese importe). Para ubicarlos: la plata que faltaba equivalía a medio sueldo mío y menos de un sueldo entero de María.
El arqueo se realizó cuatro veces por cuatro personas diferentes y siempre arrojó el mismo resultado. Los contables hicimos varias conjeturas para llegar a una respuesta lógica pero no hubo caso. Víctor ofreció que se le descuente el dinero en tres cuotas para no sufrir el golpe muy abruptamente, ante mi estupor. "¿Cómo se te ocurre pagar esa plata a vos? Es un riesgo de la empresa, que se la banquen y a otra cosa. Tampoco es tanta plata". Víctor me dijo que la costumbre era esa: cuando un arqueo no daba el empleado cubría la diferencia, indefectiblemente.
Dada la rigidez de esa aberrante práctica administrativa, parecía no haber otra alternativa que decidir entre descontarle la plata a Víctor toda junta, o en cuotas. Sin embargo, al Duce había algo que no le cerraba. Se tomó dos horas para pensar y llamó a su socio, al Gerente Administrativo, al Director del Departamento Docente y al abogado, es decir, todos los peces gordos.
Recuerdo que estábamos todos aterrados.
A los diez minutos la llamaron a María y cinco minutos después salieron el abogado y ella -llorando desconsoladamente- y se fueron. No la dejaron despedirse.
Il Duce, que por esas casualidades de la vida era primo hermano del padre de una gran amiga mía (que incluso lee regularmente el blog) decidió que el dinero había sido robado por María y le dijo que fuera a mandar el telegrama de renuncia bajo amenaza de denunciarla penalmente por hurto. María, carente de recursos de carácter e intelectuales para enfrentar semejante afrenta, se encontró desvalida y tuvo que ceder, tomar sus cosas e irse, sin cobrar un solo peso de indemnización.
Lloramos todo el día. Las chicas, Víctor (con una culpa incurable), Puky (el otro varón proletario) y yo. Todos. Les propuse pedir una reunión explicativa, un espacio para hablar con los popes para entender qué pasó y saber a qué nos podíamos enfrentar de ahí en más, pero mis compañeros, que llevaban años trabajando con ellos, me sugirieron que me quedara en el molde. Y es lo que yo, mis diecinueve años de edad y seis meses de antigüedad tuvimos que hacer.
Poco después me enteré que María volvió a Formosa, donde la esperaba su hermana mayor para darle trabajo en su bar.

2) Mi caso

Unos meses después, mi continuidad laboral estaba amenazada dada mi calidad de joven, nuevo, trabajador en negro y crisis menemista en puerta. Sin embargo mi jefe, el Gte. Administrativo -con quien entablé una excelente relación dada su calidez y paternalismo- me prometió un contrato en blanco para poco tiempo después, y me envalentoné para emanciparme y alquilar un departamento compartido.
Cuando volví de las vacaciones encontré un clima espantoso, como nunca volví a vivir en otro lado. Las dos computadoras que yo usaba fueron robadas de la administración (sólo tenían la llave cuatro personas: los dos socios, el gerente y su ayudante). Ahí estaba toda la información contable, en blanco y en negro. Los socios decidieron no hacer la denuncia, incrementando así el suspenso del caso, y yo estuve diez días haciendo horas extras para reconstruir la información -en blanco y en negro- porque, obviamente, los CPU's no aparecieron jamás.
Esos diez días el gerente administrativo los pasó encerrado en la oficina del Duce. Casi no lo veía, pero llegando al final, me reuní con él y nos contó todo. Los socios decidieron despedirlo, ya tenían su reemplazo y pretendían que se vaya sin indemnización, porque -decían ellos- creían que las computadoras habían sido sustraídas por él. Dato aparte: el gte. administrativo había sido compañero y amigo desde el colegio primario y secundario del Duce, y sus familias eran amigas. Nunca supimos qué los llevó a hacer esa maniobra escabrosa, por qué querían sacárselo de encima, por qué el robo, por qué todo. Finalmente arreglaron una compensación simbólica y cerraron el caso. La semana siguiente me pidieron que enseñe parte de mi trabajo a una compañera, con lo cual imaginé mi destino. Se lo enseñé a regañadientes y poniendo todas las trabas posibles, pero no me quedó remedio. Hasta que el momento temido llegó.
La nueva gerente me llamó a su despacho y me explicó que mi contrato (qué caradura) había llegado a su fin, pero que estaban muy contentos con mi trabajo y que esperaban contar conmigo a la brevedad. Para mi no había brevedad, estaba recién mudado y casi no tenía ahorros, con lo cual le propuse lo siguiente: dado que me estaban despidiendo y yo estaba en negro, les pedía una indemnización como si estuviera en blanco (mucho menor a la legal por tenerme en negro). Pero no les gustó.
Volvió a llamarme, esta vez desde la oficina del Duce, y pasé los cinco minutos más duros que recuerde en una situación laboral de jefe-empleado. Estaban todos. Los mismos que esperaban a María para despedazar su alma. Me dijeron que era un desagradecido, que la promesa era de mi jefe que ya no estaba y que ellos no tenían nada que ver. Les dije, ingenuamente, que yo tampoco, que necesitaba el trabajo o el dinero, y que había planificado mi vida en función de eso, que lamentaba que ellos "no tuvieran nada que ver" pero les pedí que entendieran mi situación. Ante mi planteo, la respuesta inmediata del Duce fue:

- ¡Levantate de la silla y andate de esta empresa! ¡Ya mismo!

Me levanté, agarré todo y me fui, derechito al estudio jurídico de mi amigo L! a preparar la demanda, con un nudo en la garganta y otro en el estómago del que no pude deshacerme hasta la charla telefónica con la nueva gerente, unos días después.

Además de mi condición de empleado en negro, tenía a mi cargo la contabilidad de los colegios que viajaban en negro, sin pagar impuestos ni seguros. Me sorprendió la liviandad con la que tomaron la posibilidad de que en ese mismo momento encarara hacia la DGI.
Sin embargo, antes de enviarles la carta documento que prepararía con L!, me llamó la gerente para almorzar juntos y charlar. "Les cayó la ficha", pensé.
Me ofreció volver a la oficina con dos condiciones: mitad de jornada, mitad de sueldo era la primera (si tenía que irme a alguna entrevista ellos me daban permiso porque sabían que quizás ese ingreso no sería suficiente), y la segunda, pedirle perdón al Duce. "¿Perdón por qué? ¿Si yo no pedí nada que no me correspondiera?" Me dijo que ya sabía, me ensalzó y me dijo que tenía razón, pero que mi pedido había sido un poco soberbio y que correspondía que le pidiera perdón. Y cerró la conversación con una frase que no me voy a olvidar nunca: "No te dejes tentar por malas influencias. Recordá que estás empezando una carrera y que irte mal de acá puede ser irreversible". Un poco asustado y confundido, le dije que lo iba a pensar.
Hablé con L! y me recomendó que siguiera lo que dictaran mis sentimientos. Más confundido que antes, decidí probar suerte y volver, para ver qué pasaba.

Fui a la oficina del cerdo y en una charla cuyo tenor era conocido de antemano por los dos, hicimos como si así no fuera y le pedí disculpas, ante lo cual me ofreció el triste contrato amputado, que acepté rendido. Pero en el momento en el que le di la mano, algo hizo click. Tomé conciencia de todo: los tenía agarrados de las pelotas. No sólo por mi situación ilegal, sino también por la de cada colegio que se puso en riesgo por no tener seguro, y por los miles de dólares-pesos en impuestos evadidos, que podía declarar en la DGI de memoria. No tenía sentido seguir ahí adentro, lo que iba a ganar no me alcanzaba ni para el alquiler y era evidente que me lo habían ofrecido para pacificarme y que me vaya solo sin hacer quilombo. Seguramente lo hubiera hecho, porque no quería poner en riesgo mi currículum, que hasta ese momento sólo contaba con ese trabajo como experiencia previa.
Pero cometieron un error. Hacerme pedir perdón fue un tiro por la culata. Y subrayar que podía irme si tenía otra entrevista, también. Logré la epifanía deseada y no lo dudé. Ese mismo mediodía, después de ensuciar la palma de mi mano estrechándola con la de una de los oficinistas más desagradables que me tocó conocer personalmente, le dije a la gerenta que tenía una entrevista en un estudio en el centro. Y era verdad: el padre de L! me esperaba para redactar la carta documento en su estudio, que queda en el centro.

No volví a la oficina y a última hora llamé por teléfono a la gerente:

- ¿Qué te pasó? Nos asustamos, pensamos que volvías...
- Hicieron bien. El lunes les va a llegar una carta documento. Decidí hacerles un juicio y denunciarlos ante la DGI.
- ...
- ¿Hola, Silvia?
- (Suspira) Al final, te dejaste tentar por las malas influencias.
- No, al contrario. Al final, no me dejé tentar por las malas influencias.

Dos meses después - luego de las negociaciones y amenazas de denuncia fiscal- me indemnizaron con casi cinco mil pesos, el doble de lo que yo les había pedido "como si estuviera trabajando en blanco", y quince veces el sueldo magro que me habían ofrecido como limosna para evitar mi enemistad.
Eso, más las costas.
Más el miedo, durante un tiempo, de no saber si los denunciaría de todos modos, o no.

7 comentarios:

  1. ARMAS PARA EL PUEBLO, ARAMAS PARA EL PUEBLO, ARMAS PARA EL PUEBLO YAAAA...!!

    Grande oficinista, buena historia!

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  2. Me puso la piel de gallina recordar el episodio. Estuviste más que a la altura de las circunstancias, lo contaste como si fuera una de detectives!
    Abrazo

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  3. Creo que esa gran amiga de la que hablás, soy yo. Y creo también que nunca me contaste esa historia, dios! de terror! Ahora me cierra el por qué mi papá y ese señor no se hablaron más, el motivo también es de no creer!

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  4. Hasta cuando vamos a dar por sentado que las estructuras son jerárquicas? Es tan ridículo si uno le da una vueltita.
    Anarquía ya!

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  5. Para tener 19 eras bastante aguerrido, che. La verdad, no cualquiera tiene las agallas para dar tanta batalla, ni la claridad para saber a dónde rumbear.

    Salutti

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