Nunca transpiré tanto en mi vida oficinística como aquél día de Abril de 1999.
Después de almorzar, el jefe de mi sector convocó vía email interno (novedad tecnológica del momento) a una reunión para el cierre de la jornada con el fin de tratar una redistribución de tareas, luego de haber sufrido una baja en el equipo. Fiel a su costumbre, decidió que todos dejáramos la oficina después de las 20 horas. Ideal para todo aquél (como él) que necesitara excusas para llegar lo más tarde posible a la casa y así posponer el urticantemente cotidiano reencuentro con su esposa.
Yo, en cambio, tenía una cita tempranera que había esperado ansiosamente y durante mucho tiempo, en la otra punta de la ciudad.
Enfadado, reenvié el email original a mi compañera (hoy jefa) con la siguiente leyenda:
"LA REPUTA MADRE QUE LO PARIÓ. ¿JUSTO HOY TENÍA QUE ROMPER LOS HUEVOS CON SUS REUNIONES NOCTURNAS?"
Con mayúsculas y todo.
Luego de clickear "Send", dirigí mi vista al susodicho infeliz, que estaba muy concentrado en la lectura de un acta de directorio. Continuando el paneo para buscar una mirada cómplice en Cristina, sentí, sin poder explicar cómo ni por qué, que algo no andaba bien. Tuve una intuición cuyo correlato corporal fue la sensación de tragar un carozo de durazno. Es lo único que puedo verbalizar al respecto. Revisé mi carpeta de emails enviados, y descubrí -presa del horror- que en lugar de dar "Forward" (reenviar) clickeé en "Reply" (responder). Mi respuesta estaba lista para ser leída sólo por mi jefe, destinatario único y merecido de mi enorme puteada. Para colmo de males, en ese momento no lo tuteaba, con lo cual el mensaje podría haber sido interpretado como una respuesta dirigida directamente a él.
Mientras el sudor frío minaba mi piel, emulando la velocidad mental de un ajedrecista cuyo reloj está a punto de darle la partida por perdida, pensé, decidí y accioné.
Le pedí al puteado que me acompañara a la sala de reuniones, que necesitaba hablar un segundo con él. Sin dudarlo, dejó su lectura y se dirigió hacia allí. El primer objetivo estaba cumplido.
Caminé cuatro pasos detrás de él y me volví hacia el escritorio de Cristina con la cara desencajada. Le pedí que por favor entrara al Inbox de Jorge y borrara el email que le había mandado por error, que después le explicaba. Me tomó unos tres segundos. Volví corriendo tras los pasos de Jorge, que estaba entrando a la sala, sin saber si Cristina, mi única posible salvadora, había entendido algo de lo que le dije.
Con mi pensamiento desdoblado, me quedaba un 50% de mente libre para armar un speech creíble y coherente. Me senté, respiré muy hondo y dije "Ahhh, en fin...", rogando a mi cerebro cual Homero Simpson que piense, que dijera algo aunque no fuera inteligente, pero que dijera algo. Jorge me miraba. Mi boca se abrió y las palabras salieron solas. Arriesgadamente, le sugerí que en lugar de redistribuir las tareas, quizás deberíamos pensar en contratar a otra persona aunque fuera temporariamente, porque todos estábamos un poco sobrecargados de trabajo. Una gran mentira. Jorge me respondió, paternalmente, que en ese momento no era posible, que Londres no autorizaría un nuevo ingreso en Adminsitración hasta el año siguiente por lo menos, porque ya fue un triunfo conseguir que permitieran el mío. Le devolví un "qué pena" y extendí la charla un poco más abordando la problemática coyuntural del mercado laboral en el mundo, y otras yerbas. Habiendo perdido un tiempo que consideré suficiente, volvimos a nuestro sector.
Lo primero que hice fue mirar a Cristina. Para mi felicidad plena, la vi sonriendo en forma picaresca en su escritorio. Jorge se sentó en el suyo y leyó su pantalla durante unos minutos. No hubo ninguna expresión de disgusto o sorpresa. Cuando se fue (al baño, cocina o quién sabe dónde) Cristina soltó la retenida carcajada y me preguntó si estaba loco. Le expliqué que el email era para ella pero que torpemente se lo había enviado a Jorge. Le agradecí unas cuarenta y tres veces y al día siguiente le traje una caja de bombones, gesto que algunos malinterpretaron durante mucho tiempo, incluso sabiendo la verdad.
A partir de ese día, leo detenidamente el destinatario de mis mensajes dos veces antes de enviarlos y nunca me burlo de aquéllos que mandan emails con contenidos comprometedores a destinatarios equivocados, como le pasó a Laura hace un tiempo. Pero esa, es otra historia que les contaré más adelante.