- No lo puedo creer.
- ¿Qué pasa? ¿Estás bien?
- Sí, pero no lo puedo creer.- Marcelo repetía la frase con la mirada clavada en una mesa más allá. Yo no podía divisar cuál, porque
Yo seguía sin entender nada. Un hombre de aproximadamente 65 años almorzaba con un ballenato sindicalista-style. Más allá de la inmensidad de su compañero de convite y de su parecido con Guillermo Brizuela Méndez (quizás no era tan parecido, pero los asocié porque el apodo de los dos era el mismo), no se me ocurría qué podía ser tan sorprendente.
- ¿De qué trabajaba?
- El Negro era un tipo macanudo pero muy callado, venía del Ciudad. Ahí contaba la guita junto con los sordomudos, porque en el Ciudad tenían sordomudos laburando de eso, eran los mejores para contar guita porque no hablaban ni escuchaban la radio. Después consiguió un laburo en el BHU a través de un primo que al poco tiempo falleció. Lo metieron en la mesa groncha como cajero. En esa época estaba lleno de cuevas y los bancos no quedaban afuera del negocio. Los tipos lavaban la guita de gente muy forrada, si te dijera algunos apellidos te caerías de culo.
- Ya sé que no me los vas a decir.
- Es por tu bien…-me dijo irónicamente.
- Andá a cagar.
- La cuestión es que la mayor parte de las operaciones en ese tiempo se hacían en efectivo. Cuando eran por mucha guita se garpaban en la bóveda del banco directamente, pero las más chicas (te estoy hablando de cincuenta mil dólares para arriba, eh) las liquidaban ahí, en la cuevita. Y todos los billetes pasaban por la caja del Negro. Al final del día otro empleado se iba con dos monos a la bóveda del banco y la guardaban ahí, en una caja de seguridad especial. Triple llave.-
Marcelo continuó con el relato. Me contó que un lunes el Negro faltó. Era raro porque el tipo era más cumplidor que Catalano, el arquero de Deportivo Español que atajaba en esa época. Cuando fueron a la bóveda y sacaron la caja, la encontraron vacía. Chequearon en los libros los movimientos del día anterior y temblaron cuando comprobaron que el saldo de la caja era de más de setecientos mil dólares porque se habían acumulado dos días sin vaciarla en la bóveda, tarea que normalmente estaba bajo la responsabilidad del compañero del Negro –Jorge- que había faltado porque la hija se recibía de Perito Mercantil y tenía que ir a la entrega de diplomas. El día anterior, la había llevado el Negro.
No tenía teléfono y nadie conocía su casa. Buscaron su domicilio, vivía en Juncal y Uriburu, en Recoleta. Raro, nunca hablaba de su casa, no hacía el menor alarde, y “Si te soy sincero, el Negro no tenía nada de vecino de Recoleta” me dijo Marcelo…
A esa altura el que miraba con absoluto estupor al Negro era yo, y no podía sacarle los ojos de encima.
Continuará mañana...
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